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Ellas no fueron al garden party

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Ellas no fueron al garden party

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Cumpliendo la promesa que hicimos a nuestros lectores la semana pasada, ofrecemos aquí la relación de nombres de las gentiles damas y damitas que concurrieron al Garden Party celebrado en honor de nuestros ilustres visitantes, la Infanta Eulalia y D. Antonio de Orleans.

A la primera que encontré junto a la verja, solicitada por las autoridades para recibir con ellas a los Príncipes, fue a la condesa de Fernandina, más hermosa que nunca en su toilette de vaporoso nipe, color malva. Acompañaban a la Condesa, sus hijas Josefina y Elena vestidas sencillamente de muselina de cristal. Iguales ambos trajes solo cambiaban el matiz, siendo el de la primera azul celeste, y el de la segunda rosa pálido.

Hadas de la primavera me parecieron estas señoritas bajo el boscaje de los árboles.

Casi inmediatamente saludé a la marquesa de Larrinaga que lucía sus encajes antiguos sobre un vestido muy moderno, con falda cortada en redondo que es el dernier cri de la moda. Una capota en paja verde contrastaba con el negror de sus cabellos.

Por cierto que nuestra elegante amiga nos dio detalles interesantísimos del ya famoso “baile de los nobles” que se organiza para el jueves. 

Mucho debe obligarme la amistad para no ceder a la tentación de anticiparlos a aquellos que me leen… Pero no hay cuidado, mi señora doña Esperanza… Usted manda y yo obedezco. 

Dando el brazo al marqués de la Real Proclamación, paseaba entre rosales y gardenias, la joven señora de Cámara: llevaba un traje azul pervinca, velado de crema con aplicaciones de valenciennes.

Y como alguna vez habrá de referirse la crónica social a la elegancia de los caballeros, diré que el Marqués iba irreprochable con de levita inglesa con pantalón gris ceniza que delataba la tijera de Lecaille, Le tailleur à la mode… Guantes color azufre, bombín y bastoncillo de caña de Indias completaban un ajuar que hubiera dado envidia al mismo Beau Brummel. 

De seda China con bordados verdes era el modelo parisién seleccionado por Gloria Perdomo de Morales: correspondían a la sobriedad de su atavío, alhajas trabajadas sólo en oro, sin engastes de piedras ni de esmaltes. 

Don Pedro Jover, secretario particular de S. A. Don Antonio, me presentó a la marquesa de Arco Hermoso, amiga muy dilecta de la Infanta y acompañante de ésta en el viaje.

Quejábase la dama muy donosa, de haberse confundido con los chubascos mañaneros, vistiéndose de lanilla escocesa, traje primaveral en Europa pero de pleno invierno en nuestra Isla. 

A la sombra de un majestuoso laurel descubrí una encantadora pléyade de señoritas, a la que, como es natural, me acerqué presuroso…

En este instante hay que doblar la hoja de la revista, pero no la ha doblado quien la lee, sin duda alguna cansada de seguir aquella catarata de telas espumosas y de encajes…

Y quien lee es la mismísima Infanta Dña. Eulalia, rodeada de periódicos dispersos por el lecho donde reposa todavía, el gran lecho renacentista que el Capitán General hizo instalar en el aposento a ella destinado en el Palacio de la Plaza de Armas.

El buen caballero ya no ha sabido que más llevar a este aposento: columnas de mármol con estatuas, palanganeros de plata por docenas y hasta palmas arecas decoran la vasta estancia donde la Princesa —con cierta disimulada alarma palaciega— duerme sola.

Son las nueve de la mañana y el vivo sol del trópico pone en fuga a Morfeo, pese a los cortinajes que atenúan su fulgor tras persianas y cristales.

Pero la dama está contenta de haber restado al sueño algunas horas, difíciles de rescatar más tarde entre el programa del día y muy bien aprovechadas ahora, en enterarse por la prensa de sus últimos triunfos.

Eulalia de Borbón en 1905.

No quiere ella periódicos recortados ni mucho menos censurados: ha venido a saber, a enterarse y quiere estar segura de que los homenajes que se le rinden no son, como ya ha visto en otros lados, tontas comedias gubernamentales.

Sus órdenes respecto a este extremo han sido muy estrictas. No busca adulación, sino cariño, y verdaderamente cariño es lo único que necesita una Infanta de España.

Pero bien se ve que en esta tierra se lo ofrecen todos espontáneamente. El Capitán General no ha tenido en los preparativos más parte, que la fea decoración de su aposento.

Pero ella se lo perdona porque está contenta y porque la otra tarde a poco lo ve dar con su muy gordo cuerpo en tierra cuando bailaba el rigodón bajo el sol de las cuatro, en la Quinta de los Molinos…

Por cierto que fue una maravilla el Garden Party… Más maravilla aún que la función de gala en la ópera y la recepción oficial del primer día. Cada acto ha parecido superior al anterior.

¡Qué dirán en Madrid cuando se enteren del éxito sin precedentes que tuvo en la romería de los obreros! Le bastó llegar y sonreír para adueñarse en un instante de aquellos corazones que ocultaban seguramente como las almendras de su tierra, el fruto dulce tras la caparazón áspera y dura.

¡Si a ella la dejaran!... ¡Si ella pudiera ser en vez de Infanta, sólo un ministro de la Corona!...

¿Y la Gran Parada? ¡Qué cosa tan bonita!... ¡Y qué bien hacía en ella en su potro andaluz, con aquel traje color marrón que hacía más dorada su cabellera luminosa!

Únicamente las corridas de toros habían resultado una pamplina, pero de ellas la indemnizó aquella mujer del pueblo que le presentaba la hija recién nacida desde lejos, gritándole con esa especie de mimo familiar que tenían las gentes de estas tierras y que a ella se le iba un poco a la cabeza:

—¡Se va a llamar Eulalia como tú!...

Aquel tuteo delicioso, aquellos ojos negros que la seguían como estrellas amansadas… Sí, sí todo había sido perfecto, logrado, inolvidable: todo había sido…

De pronto un raro rictus une las rubias cejas de la Princesa sobre su borbónica nariz: algo ha leído que desentona con lo transcripto anteriormente, algo viene a enturbiar de modo inesperado, el gozoso regusto de sus triunfos.

La blanca mano deja caer el periódico sobre la alfombra y va a servir luego de apoyo a la cabeza pensativa, un poco en desorden por el despertar de dos sueños, revueltos con los rizos, las ideas…

Y éste es el momento que aprovechamos para asomarnos tras los cortinajes y leer el periódico que la ha turbado y que ha caído abierto sobre la alfombra. Y dice así el periódico:

Por expreso ruego de las mismas damas interesadas, se hace constar que la señora Amalia Simoni Vda. de Agramonte y su hija Herminia no han asistido, como erróneamente se publica en un colega de la mañana, al Garden Party celebrado en honor de SS. AA. RR. los Infantes Dña. Eulalia y D. Antonio de Orleans. Así nos lo manifiesta en visita a esta redacción, a nombre de ellas y en el suyo propio, a todos los efectos que procedan, el joven Enrique…

Amalia Simoni de Agramonte, esa viuda rebelde y altiva, como si sangre de Historia le corriese en las venas. 

No podemos leer más. ¿Está la hoja rasgada? No lo sabemos, ni sabemos que piensa ahora la real señora ante esta muestra de desagrado, de impertinente alarde de abstinencia…

Seguramente busca en su memoria el nombre de esa viuda rebelde y altiva como si sangre de Historia le corriese en las venas; esa viuda que recaba dándose aires de trofeo su trofeo, su ausencia en el Garden Party.

Agramonte le suena y no precisamente a aria de ópera italiana… Y ése que sale como un Don Quijote criollo en defensa de viudas y de huérfanas, desfacedor de entuertos imaginarios, ¿quién será que el diario le obedece y publica sus comentarios pero sin disimulos, su arrogante actitud?

“A todos los efectos que procedan”… ¿Habrase visto qué jactancia? ¿Cuáles son los efectos que proceden? Muy bonito para preguntárselo a Cánovas. Seguro que es un jovencito que nunca va a tener otra manera de salir en letra de molde; pero los periódicos no debieran prestarse a semejantes chiquilladas.

Bueno, ella dijo que no quería censura. La joven embajadora de María Cristina suspira, se levanta, va a la ventana abierta al mar de la bahía, sembrado de chimeneas y de mástiles…

La riqueza de la Isla es pregonada por la riqueza de su puerto, por el largo desfile de banderas que en navíos procedentes de múltiples naciones, ve pasar todos los días desde aquel mirador improvisado.

—¡Esta noche es el baile de los Fernandina! —recuerda ella de súbito y corre hacia el armario a ver qué hicieron las planchadoras de su gran traje de corte.

Y ya no piensa más en el desagradable episodio, ni en aquel joven impetuoso que con palabras secas y cortantes oscureció su límpida mañana.

Mas, yo pienso a menudo en este joven y hasta lo veo diariamente, porque da la casualidad de que andando el tiempo y ya él casado con la mujer más linda de La Habana, habrían ambos de traer al mundo a ésta que escribe a veces y otras ayuda en lo que se presente… Dulce María, para servir a Dios y a ustedes.

Habana, sábado 12 de febrero de 1955

Quinta de los Molinos, 1898.


Publicado originalmente en El País, tomado de Crónicas de ayer. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2017, pp.124-129.

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