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Cartas al Doctor Gonzalo Aróstegui

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Cartas al Doctor Gonzalo Aróstegui

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Amigo mío:


Escribo a Ud. en mi última noche de Nueva York, de modo que no sólo ha tenido Ud. mi primera carta, sino también la última. Y antes que yo ha de llegar porque irá dulcemente por el aire mientras yo voy por el mar amargo.

La última noche me ha puesto triste, pero es que todo lo último es así. De súbito he sentido que amo a Nueva York.

No sé cómo pude decir a su hija Natalia que el Prometeo del Rockefeller Center era feo. Habíamos ido con Nena a almorzar allí, Natalia se entusiasmó ante la singular estatua; me dijo en esa ocasión cosas muy interesantes acerca de lo que le parecía aquel Prometeo: “El corazón de Nueva York” lo llamó y habló de la sensación de vuelo que le daba. Yo en cambio encontré la figura demasiado rígida para volar; ciertamente no le percibí la agilidad que debe suponerse en el que es capaz de robar el fuego de los dioses.

Ahora Prometeo duerme bajo los frescos chorros de agua que no apagarán nunca su figura inmortal y yo le estoy escribiendo a Ud. una carta que me sospecho un poco disparatada, pero atribúyalo a la hora más propia de dormir que de escribir en que le escribo —doce y veinte minutos de la noche— y al enternecimiento, que no quiere serlo, de partir.

Partir es morirse un poco, dijo un poeta francés de la decadencia, y podía haberlo dicho yo.

Me dio Ud. una alegría con su carta; ni siquiera me regaña en ella. Me encanta descifrar su letra, sabe… Cuando era niña gustaba de comer las almendras del jardín, pues el trabajo de desmenuzar la cáscara parecía como si sazonara, aún más, el sabor rico que yo sabía que iba a encontrar dentro…

Natalia me recitó: Me había comprometido previamente a ser sincera, grave responsabilidad que le confieso no contraer a menudo.

No tuve que lamentar el haberlo sido, pues me cupo la suerte rara en verdad, de poder ser al mismo tiempo sincera y plena de alabanzas.

Nada, a mi juicio, hay que enmendar en Natalia: Su voz es limpia, su gesto es noble. ¿Qué más?

Ahora debo dejar a Ud. Debo dedicarme al difícil arte de hacer una maleta teniendo en cuenta la psicología de los inspectores de Aduana, quien sabe hacer tantas cosas como yo, de fijo que no debe saber hacer nada.

Adiós mi amigo. Pero qué digo, hasta luego más bien… Adiós a Nueva York, adiós a Prometeo rígido, presintiendo ya la piedra a que debía apretarse…

Con toda mi amistad, de usted

Dulce María

(1936)

Prometeo – Bronce fundido dorado – Paul Manship, 1934. Rockefeller Center, New York.



¿Por qué me castiga usted con tanto silencio?

Soy niña buena y me he portado bien toda la semana: Tan bien que la empecé mandándole versos de mi hermano Enrique, los que Ud. Me había pedido hace tiempo.

¿No los ha recibido Ud.? Fui yo misma a llevárselos y a hacerle una visita muy larga, pero Ud. No estaba en su casa y yo dejé los versos y me fui y no he vuelto a saber más nada.

Angelina ha llamado a su teléfono muchas veces; sale una persona que se llama Emelina y que dice ignorar el destino de mi humilde ofrenda lírica.

¿Qué haré? ¿Qué hace Ud. tan de bueno, tan de grato, tan de útil y apremiante que no puede venir un momento a verme y ni siquiera escribir dos líneas para mí, que le he conseguido el árbol que canta, el pájaro que habla y la fuente de oro, que no otra cosa —más por la dificultad que por la calidad— significa conseguir versos de unas gentes medio salvajes y asustadizas que se llaman Loynaz y que Ud. no conoce bien todavía. Ni yo tampoco.

Dígame algo. Recuérdeme. Que yo sepa de Ud. y de su buena amistad que tanto bien me hace. Ah, y que Carlitos se fue a Jacsonville a recolectar ostiones. Más nada.

Alguien que está en Nueva York vio el otro día a su hija Natalia en un concierto y me lo escribió.

Recibí Horizontes pero quiero recibirlo a Ud.

Que no tarde la súplica.

Dulce María

(1936)

Rascacielos de Madison Square en 1936.


Tomada de
Cartas que no se extraviaron.  Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2016, pp.13-15.

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