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El heladero

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El heladero

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En casa nos recordaban la guerra, la Segunda Guerra Mundial, sobre todo durante las comidas: Antes de la guerra —decían mis padres o mis tías— había mucha mantequilla. No teníamos que hacerla.

Mi madre guardaba la nata que subía a la superficie cada vez que hervía la leche fresca, añadiendo un poquito cada día a la jarra que guardaba en el refrigerador. Una vez a la semana, me dejaba batir la crema con una cuchara de palo en un gran bol hasta que se volviera mantequilla. Cuando me empezaban a doler los brazos de cansancio, lavaba la mantequilla con agua helada, para separar el suero. La mantequilla que hacíamos era blanca, no amarilla, pero a mí me sabía fresca y deliciosa. No extrañaba la otra, que ocasionalmente había probado, y no me parecía que ninguna mantequilla pudiera saber mejor que la nuestra.

Los adultos también se quejaban de la falta de azúcar refinada, tan abundante, decían, antes de la guerra. A mí me encantaba el azúcar prieta. Muchas veces, como merienda, mi madre hacía un agujero en un pan y lo llenaba con azúcar prieta. Me parecía un gran deleite.

La guerra era algo lejano y distante, una palabra vacía para una niña a quien le encantaba la mantequilla hecha en casa y el azúcar prieta, y que pensaba que era divertido recolectar los envoltorios de aluminio de los bombones que a veces mis tías traían a casa después de ir al cine.

Las otras cosas que mi madre y mis tías lamentaban —la falta de cosméticos y de medias de nailon— me significaban todavía menos. Y en cuanto a tener que guardar los trozos de jabón —el jabón de olor que usábamos en el baño, el áspero jabón amarillo que usábamos para lavar ropa y para fregar— yo lo consideraba muy divertido. Los remanentes se derretían juntos en una lata, que luego producía una barra de múltiples colores y usos, con la forma de la misma lata. Hasta hoy recuerdo el olor del jabón hirviendo, y colecciono los jaboncitos que ponen en los hoteles que visito, como recuerdo de aquellos días de infancia.

Aunque la carencia de mantequilla y jabón durante la guerra no me importaba, la guerra me mostró su verdadero rostro horrible en la escuela. Yo iba a una de las dos escuelas estadounidenses que entonces había en mi ciudad, el Colegio Episcopal de San Pablo. Usábamos un uniforme de un horrible color mostaza, y los alumnos de las dos escuelas católicas cercanas se burlaban sin piedad de nosotros. Pero nuestros padres estaban encantados de que pudiéramos aprender inglés y recibir una educación bilingüe, así que allí íbamos. Durante muchos días, los maestros nos habían prometido que nos iban a regalar libros de muñequitos que podríamos llevarnos a casa. Estábamos impacientes por recibirlos. Los muñequitos, o tiras cómicas en colores, aparecían sólo en el periódico del domingo, y eran algo que esperábamos toda la semana. Un libro completo de muñequitos era algo desconocido y difícil hasta de imaginar. Pero cuando por fin aparecieron, lo que nos dieron no era nada divertido.

Algunas de mis compañeras deseaban que los muñequitos fueran de Blondie; otras querían el Pato Donald o el Ratón Miquito; algunos de los chicos esperaban que fueran aventuras de Tarzán o de vaqueros. Secretamente yo deseaba el Príncipe Valiente. Pero en lugar de los muñequitos que tan bien conocíamos por el periódico, los que nos dieron mostraban la lucha en el océano Pacífico. Los japoneses aparecían como criaturas enanas y monstruosas, pintadas de un amarillo brillante, con ojos desproporcionadamente oblicuos que hacían que sus caras parecieran máscaras feroces.

Yo sólo había conocido a un japonés en mi vida. Era de hecho diminuto, aun para mis ojos infantiles, pero no era amarillo y sus ojos almendrados eran brillantes y serenos. Empujaba un viejo carrito de helados a través de la ciudad, yendo a un barrio distinto cada día, como para darles a todos la oportunidad de probar los deliciosos sabores de sus helados: piña, coco, chirimoya y más.

Mis padres raramente me dejaban comer nada que vendieran los muchos vendedores callejeros.

—Está hecho con agua impura. Puedes coger enfermedades terribles del agua impura —decía mi padre con una voz que no admitía discusión. Pero siempre me dejaban comprar helados del heladero japonés.

—Él hierve el agua —decía mi madre—. Se asegura de que lo que venda sea puro.

El helado del heladero japonés era distinto de todos los demás helados de las tiendas o restaurantes. Era más ligero, y en lugar del sabor empalagosamente azucarado tan prevalente en los postres cubanos, poseía sólo la dulzura natural de las mismas frutas. A mí me parecía como si la esencia de las frutas se hubiera vuelto ligera y fría, pero sin dejar de ser fruta.

El heladero japonés servía su helado de manera diferente también. Para él era casi un arte. En lugar de llenar un vasito de papel, o poner una bola de helado sobre un barquillo, lo untaba gentilmente, muy parejo, con una espátula, sobre un barquillo.

Un helado distinto de todos los demás...


Tomado de
Tesoros de mi isla. Una infancia cubana. Ilustraciones de Edel Rodríguez y Antonio Martorell. Miami, Santillana USA Publishing Company, Inc., 2016, pp. 69-74.


Leído por María Antonia Borroto.
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